El miedo al maricón

Por Rocío Silva Santisteban
En un video de apenas un minuto, la filósofa Judith Butler se pregunta por qué el movimiento cadencioso de caderas de un muchacho “femenino” pudo ser tan altamente agresivo para su grupo de pares, que terminó asesinado por ellos. Asesinado por odio. Los chicos de su mismo barrio en Estados Unidos no lo soportaban. “¿Cómo se puede matar a una persona solo por la manera de caminar?” se pregunta, y agrega: “¿por qué alguien que camina así es tan abyecto para sus compañeros y amigos de toda la vida? Ellos tenían que erradicar la sola posibilidad de que esa persona pueda volver a caminar de esa manera. Lo que hacen es mostrar pánico, una ansiedad extrema, por proteger las normas de masculinidad. Es un acto que dice: “o cumples con las normas de ser hombre, o mueres”. En apenas un minuto Butler magistralmente pone sobre la mesa la cuestión: el odio al maricón por el pánico a ser como él.
“Macabro” fue el titular de un periódico tabloide que anunció la muerte de Marco Antonio Gallego. Obviamente un juego con una de las palabras –cabro– que se usan para designar la abyección de ser otro al margen de la heterosexualidad normativa protegida por las leyes. La gran “argucia” del titulero del diario fue usar una palabra común en este tipo de crímenes pero con un doble sentido de connotación sólo para nacionales y conocedores de la jerga: un guiño perverso a la mayoría de los que parados leemos los titulares en un kiosco.
Maricón, marica, cabro, broca, cabrito, brócoli, chivo, rosquete, bollo, chimbombo, ñoco, gatorade, mostacero, vochi y toda una retahíla de sustantivos que designan el espacio de la homosexualidad masculina –para la femenina también hay una letanía– como algo que debe de quedar fuera de la propia masculinidad. ¿Por qué? Es precisamente este elemento lo que debe de estar forcluido de lo masculino para que lo masculino tenga sentido como tal, aquello que se excluye de arranque en la performatividad de la masculinidad con el objetivo de organizar sus límites: lo que está afuera, lo que definitivamente no debe actuarse, ni hacerse, ni permitirse pero sí saberse, porque es preciso marcar con una tiza roja los límites de lo abyecto. Para que un “hombre sea hombre” en un mundo machista lo que debe de primar es la constitución de una esencia masculinidad que pasa por ser el penetrador, no el penetrado; por ser el castigador, no el castigado; por ser el activo, no el pasivo. Por eso, extrañamente, en este mundo de machos y machinarios los hombres “recontra hombres” también pueden “tirarse a un cabro” siempre y cuando mantengan su papel activo. Lo temible es la perforación, la feminidad en el cuerpo del varón, la penetración en suma.
El pánico a la penetración es el juego de rol que más se ejercita en la constitución de la masculinidad en el Perú. Un testimonio recogido por uno de mis alumnos de un flete de la Plaza San Martín que asumía con gran desparpajo su “oficio”, nunca admitió en su historia que él no fuera siempre el activo. Tenía enamorada y la celaba. Y sus vínculos sexuales siempre los narraba haciendo gala de su miembro, aunque para ganarse el pan vendiera sus servicios a 35 soles. En todo momento se configuró como un bisexual activo. La palabra activo la repetía en el testimonio todas las veces que fuera necesaria. En el fondo no quería dejar de ser macho.
Por eso mismo lo corrosivo de las primeras planas que se ceban en los detalles de la relación entre el peluquero y su anfitrión lo que designan, en el fondo, es un sentimiento de asco. El asco que salva a los lectores de su propia caída. El asco que otorga al titulero la laxitud de sus demonios. Todo para darle un marco adecuado al espectáculo de la homofobia: el asco al maricón es la teoría, el asesinato a mansalva una de sus perversas prácticas.

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