Nadie merece morir así

Autor: Beto Ortiz (12 jul 2009)
Cuando, en abril del año pasado, lo entrevisté en la misma célebre peluquería de San Borja en que hoy velan su cuerpo y lo lloran sin consuelo, Marco Antonio me confesó que –aunque no los necesitaba– siempre usaba anteojos porque nunca le había gustado su cara. No se sentía especialmente bendecido por esa diosa esquiva y cruel a la que, sin embargo, había dedicado todos los esfuerzos de su vida: la belleza.
“Mis ojos son demasiado pequeños –me dijo– y cuando estoy sin lentes me veo una cara como de cuy, me siento feo”. Lo vi en persona por primera vez en 1999, cuando hacíamos juntos un programita llamado Para Todos en Canal A y creo que quienes lo conocemos desde años atrás, podemos dar fe de que Marco Antonio Gallego era una tromba de agosto, una máquina de trabajar, un avión a chorro, una fuerza de la naturaleza, uno de los tipos con más hambre de éxito y de fama que yo he conocido.
No fuimos grandes amigos pero conversamos muchas veces y guardo la impresión de que, para él, lograr la innegable fortuna y notoriedad que logró fue su personal manera de volverse glamoroso, de vengarse de todos los que, alguna vez, lo habían mirado por sobre el hombro, de dejar de ser feíto para siempre. No he olvidado que, a mi regreso del exilio, él fue uno de los primeros en llamarme para ofrecerme chamba en Belleza y estilo, la revista que él soñaba convertida en nuestro Vanity Fair.
Ni bien entré en su local de Camino Real me quedé de una sola pieza al toparme con aquellos gigantescos budas tailandeses. ¿Cómo había hecho para procurarse el lujo asiático, espectacular de aquel salón, el mismo esforzado estilista al que yo recordaba haber acompañado en la franciscana celebración de su santo, brindando con Tampico en su depita de Lince apenas cinco años atrás?
Marco Antonio siempre se esmeró en mostrarse rodeado de mucha gente. Cuando venía invitado al programa, nunca venía solo, lo acompañaba un permanente séquito de apolíneos mancebos, una especie de pequeña e intercambiable corte de tres o cuatro chicos más o menos buen-mozones y agarrados. Era, claro, una manera de adornarse, un sello característico, un vanidoso guiño que le garantizaba un aura de poder o, por lo menos, de cachet: rodearse de algunos de los más fotogénicos y vistosos cueritos del medio, del mismo modo en que ciertos afamados latin lovers locales, (como Javier Meneses, por ponerles un ejemplo al azar), se dejan ver siempre asediados por sus incondicionales y siempre apetecibles dalinas, (que en el caso de Marco Antonio eran, por supuesto, pundonorosos gólmodis).
Uno de los miembros permanentes de este staff era Paul Luna, un cañetano-pobre-pero-pintón que, a pesar de lo primero –o quizá gracias a lo segundo– se daba el gustito de estudiar en la fichona UPC. Marco Antonio siempre fue pródigo y hasta regalón en exceso con sus muchachos eventuales. Los deslumbraba con regalos costosos, (una buena casaca Kenneth Cole o unos lentes de sol Dolce & Gabanna), con viajecitos all inclusive a exóticos destinos, o con “apoyos económicos” –colabórame, varón– que permitían a estos chicos acceder a niveles de vida a los que no habrían logrado siquiera asomar la nariz ni en sus más afiebradas fantasías, si no fuera por la suerte de habérselo cruzado en el camino.
Nada puede lucir más prometedor para quienes desesperadamente buscan (buscábamos) esta clase de amores al paso, para quienes tienen (creíamos tener) una billetera gorda que el supercombo belleza/pobreza, ¿no es verdad?, la combinación perfecta. Sonará cínico y crudo pero así ha sido siempre y no solamente en el mundo gay, tampoco se me hagan los del calzoncillo inmaculado que no estoy descubriendo nada, me parece.
La noche del viernes, la periodista Milagros Leiva me contaba al teléfono lo mucho que la había ayudado Marco Antonio a sacar adelante la revista Eva, con esa misma desmesurada, casi irracional generosidad con que siempre trató a todos los que lo rodearon. Ser tan, pero tan desbordadamente generoso delata –creo– una espantosa hambruna de afecto. Y una autoestima paupérrima, también. Alguien que intenta “comprarte” con obsequios ostentosos o excesivos, en realidad, te está diciendo: “No importa si no me quieres por lo que soy, pero aunque sea quiéreme por lo que te doy”.
Tampoco hay que ser muy psicólogo para saberlo pero, en fin, esa ya es otra tristeza. También me contaba la amiga Leiva que, días atrás, durante la sesión de fotos de portada con Katia Condos, un orgulloso Marco Antonio les había presentado al llamativo cañetano como su “último descubrimiento”, (frase esta que, en el ambiente, significa, claro, “nuevo talento” o, lo que es lo mismo: “nuevo amante”) y que, pese a que el jovencísimo escort en cuestión se había mostrado muy afanoso y solícito con él, lo cierto es que no había logrado del todo causar una buena impresión. Tal vez porque se le notaba el letrerito de vividor es que el mozalbete les dio muy mala espina a todos los presentes.
Milagros no sabe decirme muy bien por qué pero ella sospecha que este Paul Luna puede tener algo que ver con el horrendo asesinato. Y pese a que para la Policía es sospechoso, la verdad es que yo dudo que se trate de un crimen pasional. No lo conozco pero conozco a muchos como el tal Paul y veo bastante improbable que uno de estos típicos estudiantes-misios-mantenidos-por-amantes-homosexuales sea el autor del crimen. Creo que el paralelo que se quiere establecer con el caso de Alicia Delgado no cabe en absoluto.
Y la razón es sencilla: Marco Antonio no tenía pareja ni nada que remotamente se le pareciera. Estaba solo. Tan solo como solo puede estar un hombre que se pasa la vida enfrascado en la más absurda de todas las búsquedas: la de esperar que otro hombre –no un maricón, ojo, sino un hombre– se enamore algún día de él. Permítanme ser vuestro anfitrión en la extraña lógica (nacional) del “amor” entre varones. Por sus muy particulares características –la fama, entre ellas– Marco Antonio, (como yo o como cualquier otro gay o bisexual públicamente fuera del clóset) tendía a ser visto siempre por la muchachada como “un punto”, es decir, como alguien a quien hay que sacarle plata, un cajero automático con patas, vamos, una gallinita de los huevos de oro pero la premisa sobre la que este público objetivo se basa es tan falsa como idiota.
Según ella, los gays, todos sin excepción, son animales sexualmente insaciables que viven permanentemente en angustioso celo y, en consecuencia, estarán dispuestos a pecharte para siempre, o sea: a pagártelo todo, a bajar la luna del cielo a tus pies con tal de que tú te bajes el cierre, aunque sea un ratito, no seas malito. Y encima (porque allí no acaba la cosa), una vez que te hayas bajado la cremallera, el cabro se enamorará tan perdida e irremediablemente de tu berrinchudo pirulino que ni siquiera te hará falta una AFP, porque estarás asegurado tú y tu familia por el resto de tus días.
Tenemos problemas, Houston; así no es. Lo que pasa es que todos estos donceles montaraces, en la tranquilizadora película que se pasan en sus aturdidas cabecitas, no son bisexuales, no. Tampoco homosexuales, menos. Con la coartada de “lo hago por mis estudios, pero no me gusta”, tales especímenes asumen su ventolera como si fuese un pasajero sarampión y se acuestan felices con hombres, por lo menos, una vez por semana durante años y años de rendimiento físico y bonanza financiera pero, eso sí, se alucinan normalitos, heterosexuales, machitos que se respetan. Varón que fornica varón es dos veces varón –decía Jean Genet. En sus cerebritos, insisto, el placer de su compañía, vale decir, sus sobrevaluadas pichulitas cuestan millones. Pero el que pide al cielo y pide poco, es un loco, ¿no es cierto? Y lo que comienza como una propinita inofensiva puede convertirse fácilmente en págame o te mato, cabro maldito. Y ay de aquel que se niegue o quiera guerrear.
La investigación policial nos dirá cuál de todas las especulaciones que ya circulan por todo Lima está más cerca de la verdad: ajuste de cuentas, extorsión, lavado de dinero, simple homofobia o lo que fuere. No pretendo aquí resolver el enigma de su muerte lacerante y brutal aunque me entristezca tanto como el hondo misterio que fue su vida. Nadie puede ponerse en su lugar porque nadie sabe lo espantosamente solo que estaba con su fama. Nadie conoce el horror de morir de la manera en que ha muerto el generoso, el encantador, el tan querido Marco Antonio.

0 comentarios: